sábado, 27 de octubre de 2012

LA EMIGRACIÓN FORZOSA DE CASIGUA EL CUBO
A MARACAIBO EN LA DÉCADA DE 1950 
 (Extracto)     
 Por: Nirso Varela
 CASIGUA
   Casigua y el Cubo,  y luego Casigua el Cubo, caserío fundado en las primeras décadas del siglo XX como campo petrolero, llegó a ostentar en sus entrañas y le fue extraído hasta la última gota, el petróleo más liviano del mundo. Poblado por los descendientes de las  primeras fundaciones del Sur del Lago, hombres y mujeres del campo que convivieron y aprendieron a convivir con los originarios del lugar, los temibles indios Motilones, antes de que éstos fuesen reducidos físicamente por pequeños grupos de terratenientes invasores, o  “amansados”  en las misiones por los padres capuchinos. Nadie los designaba  Yukpas, Barí o Caribes. Simplemente motilones, motilones bravos o motilones mansos.
El pueblo, ubicado en el límite sur-occidental del estado Zulia, fronterizo con Colombia, está  rodeado de espesas selvas y profundos bosques y es rico en tierras fértiles aptas para la agricultura y la ganadería. Se ve surcado de ríos caudalosos y navegables, algunos de los cuales se incrustan en el diario vivir de sus pobladores  y se aposentan en su historia y su cultura. Las viviendas, las calles, la iglesia, el Campo Santo, las plazas, los comercios, los establecimientos y campos petroleros residenciales, fueron apareciendo con el correr de los años, entre ríos y montañas, entre cabrias y corrales, delineando los rasgos arquitectónicos del vecindario.

 En la década de 1950, Casigua poseía rápido acceso a los Andes y a los valles de Cúcuta a través del ferrocarril del Táchira, y fácil comunicación hacia Maracaibo por el puerto de Encontrados, municipio capital del Distrito Colón, de donde partían las piraguas vadeando la ruta lacustre hasta la capital zuliana. Sin embargo, muy a pesar de la eficiencia de los medios tradicionales en materia de transporte y comunicación, lo más impactante para los momentos era, sin dudas, el aeropuerto de Casigua el Cubo, paradigma del nuevo siglo y expectativa de progreso en los tiempos por venir, con aviones y vuelos comerciales hacia Maracaibo.

En la década de 1950 residían en Casigua gran número de agricultores asentados en sus zonas aledañas, en tierras de nadie y para todos, cultivando pequeños conucos en sorprendente armonía comunitaria. Residían además, algunos productores avezados que llegaron a constituir verdaderos emporios productivos. Así mismo, comerciantes de diferentes índole, los más prósperos y los que habían establecido modestas tienditas donde expedían víveres al detal. Muchos vecinos de Casigua  continuaban sosteniendo las urgencias familiares por medio  de la caza y de la pesca. Temerarios cazadores se adentraban en el monte con una rústica escopeta para atrapar presas de caza, patos y yaguasas, lapas y jabalíes,  mientras hábiles pescadores navegaban en los ríos en sus cayucos o canoas,  en busca de Torunos, Bocachicos, Manamanas, Armadillos, Paletones y Doncellas.

También habitaban en Casigua un número significativo de trabajadores informales que laboraban en el comisariato, en el aeropuerto, en la jefatura civil, en los puertos fluviales, en el campo santo; los bachilleres que impartían clases en las escuelas primarias como el maestro Sánchez o el bachiller Ramírez,  las hermanitas que pedían limosnas a los niños con una sonrisa sorprendente, envueltas en sus impecables hábitos blancos de la cabeza a los pies, los empleados del club Venezuela,  del club del Carmelo, de la sala de cine; las prostitutas que merodeaban el botiquín el Guararé, los hombres que se ganaban la vida realizando diversos menesteres como el contrabando de género traído por el río Tres Bocas, desde Tibú, Colombia, los buhoneros que vendían pan de cema y leche de vaca recién ordeñada durante las mañanas en las puertas de las casas, los mandaderos que administraban las vacunas gratuitas por las calles del pueblo, los peones y jornaleros de las haciendas contiguas, los nuevos profesionales del boom petrolero, electricistas, soldadores, radio-técnicos, chóferes, operadores, mecánicos, caucheros, contabilistas y sobre todo los empleados de las compañías extranjeras que vivían en las confortables viviendas de los campos petroleros.

Todos, hombres y mujeres de distintas generaciones, coexistían apaciblemente, en solidaria convivencia, colectivamente felices, con sus sueños de bienestar y progreso en un mundo que se agigantaba ante sus ojos, hasta los primeros años de la década de 1950 cuando el destierro tocó sus puertas.  A partir de allí, emprendieron una lenta pero continua emigración hacia otros sitios del país en busca de la perdida civilización del siglo XX. Las matronas del siglo XIX, los padres capuchinos y los que estaban afianzados telúricamente al sitio donde nacieron, se criaron, echaron raíces y establecieron sus vidas, decidieron quedarse allá y llevar sus cuerpos a las tumbas originarias donde hoy reposan y dan continuidad a  la historia y las leyendas del pueblo, luz y sombra del progreso petrolero,  que hoy como ayer se levanta ante el mundo, con su historia de auge y de  despojo.

LA EMIGRACIÓN FORZOSA

En los años cincuenta del siglo XX, una lenta pero continua emigración, comenzó a suscitarse en la población de Casigua El Cubo en el estado Zulia.  Se desvanecía, inexorablemente, el alucinante progreso petrolero que durante treinta años, propició la inmigración de familias foráneas desde distintos sitios del país. Mientras los taladros eran clausurados y el auge económico iba cesando, los comercios cerraban sus puertas y la gente abandonaba el pueblo. Las casas deshabitadas, las calles desiertas y el monte que pronto invadía el entorno, iban configurando una  notable apariencia de soledad.

La causa del desplazamiento no debe atribuirse solamente al fenómeno histórico venezolano relativo a la migración del campo a la ciudad. En Casigua el Cubo se añaden otras circunstancias. Desde comienzos del siglo XX y a lo largo de tres décadas, algunas empresas transnacionales favorecidas por el Estado, exploraron los confines del primigenio vecindario en busca de yacimientos petrolíferos. Y en cada pozo perforado donde emanó petróleo como manantial, sembraron piramidales torres de perforación y sus balancines comenzaron a succionar el rico hidrocarburo del subsuelo casigüeño, uno de los más livianos del continente americano. En el perímetro de las torres o simplemente taladros, relumbraron desde entonces los mechurrios y sus indomables llamaradas, señalando los precisos lugares donde la actividad petrolera, refrendaba el nuevo perfil económico nacional. Se unieron, en aparente armonía, lo tradicional y lo moderno, la naturaleza y la tecnología, para promover, como resultado de cincuenta años de explotación petrolera, un repunte sorprendente de la tasa de crecimiento demográfico con evidentes signos de ascenso de la calidad de vida de un sector de la población.

 Pero al despuntar la segunda mitad del siglo, los balancines silenciaban sus monótonos ecos forasteros y los mechurrios se apagaban tan súbitamente como se habían encendido, poniendo fin a los rojizos resplandores que iluminaban las intensas noches de Casigua.

      Algunas  familias oriundas del vecindario que habían alcanzado cierto bienestar económico en la breve transmutación petrolera, regresaron a los ancestrales modos de vida campesinos de donde habían escapado. Más después, a todos en Casigua tentó la incertidumbre de marcharse o esperar un nuevo e incierto renacer. Primero se fueron los trabajadores, técnicos y profesionales que habían llegado de otros parajes atraídos por la oferta de empleos de las compañías petroleras. Y posteriormente, el peregrinaje tocó a los naturales del lugar, que se iban a otros sitios del país tras el sueño del bienestar perdido. Los días de la emigración llegaron forzados por las circunstancias.

CASIGUA EN LOS TIEMPOS DEL PROGRESO PETROLERO

 En los años de esplendor (1920-1950), el pueblo mostró algunas transformaciones tanto en su ámbito físico como en las costumbres de sus habitantes. Súbitas mutaciones culturales fraguadas tras el advenimiento de un tiempo histórico prodigioso e intempestivo, transformaron las conductas ancestrales de los lugareños llevándolas al nuevo contexto de los cambios y las innovaciones. Era el tiempo del petróleo.

El paso acelerado de los cambios hizo necesaria la construcción del aeropuerto y una ruta comercial aérea se habilitó para ofertar viajes al visitante y al trabajador petrolero, con destino Casigua el Cubo-Santa Bárbara- Maracaibo, en un moderno avión Douglas DC-3. Gigantescas aeronaves de carga llegaban también, de vez en cuando, con equipos petroleros. La gente los  llamaba los aviones de la RANSA o la TACA. Coincidieron con la aún vida activa del ferrocarril del Táchira que pasaba por Palmira, cerca de  Casigua, y junto a los caminos de carreteras y el transporte fluvial y lacustre, configuraban un discreto tráfico de pasajeros y mercancías desde, o hacia Casigua, provenientes de diversos lugares del país y del norte del Departamento de Santander, Colombia. La población sobrepasaba los 5.000 habitantes y crecía. Se construyeron escuelas, dispensarios, vías públicas asfaltadas para el creciente e invasor vehículo automotor y se alumbraron las calles principales del pueblo con energía eléctrica proveniente de una ruidosa planta de gasoil.

  Las actividades petroleras propiciaron el establecimiento de diversas casas comerciales especializadas en ofrecer snobismos y comodidades tecnológicas a los trabajadores de las compañías petroleras. Algunos almacenes y tiendas expendían, procedentes desde el exterior, lo más innovador del momento: ultramodernos enseres para uso doméstico como cocinas a gas y kerosén, neveras, abanicos, radios portátiles, batidoras manuales de metal que sustituían al incomodo molinillo, planchas eléctricas, increíbles juguetes impulsados por pilas o baterías de carbono, radios Phillips de 2 bandas, Telefunken de 3 y 4 bandas,  picó o tocadiscos, discos de acetato, entre otros, que con la utilización de la recién llegada y magnifica electricidad en algunos sectores, daban al traste con las tradicionales  formas de sobrellevar las elementales tareas de la vida cotidiana. La vieja artesanía de madera, yeso, barro, semillas, arcilla, cuero o plumas y las peculiares manufacturas vernáculas, daban paso a productos confeccionados con plástico y aluminio de procedencia extranjera.

Televisores, lavadoras, aires acondicionados y otros equipos domésticos, aun no llegaban al mercado de consumo. Algunos no se habían inventado, otros no se habían difundido. Las bateas y carracas de madera continuaban dominando el ambiente en las lavanderías de las casas.  En el ocio familiar, en las horas de sosiego y de descanso que luego ocuparon e invadieron los televisores, seguían prevaleciendo las tertulias familiares, las visitas, las infatigables faenas de costura tras la máquina de coser, el bordado de pañales, manteles, pañuelos; la paciente sintonización de emisoras de radio nacionales o extranjeras a través de la onda corta; la lectura solitaria de obras clásicas realizada por autodidactas, leguleyos y librepensadores, que dominaban el arte de la lectura y eran capaces de escribir asertivas décimas según fuera la circunstancia.

Como en todo sitio donde llegaron los ingleses o estadounidenses para regentar las compañías, se construyeron modernas casas en los denominados Campos Petroleros, dotados de canchas deportivas, clubes, calles asfaltadas y bien delineadas, para uso exclusivo de los trabajadores. Las casas eran estilo “americano” o inglés, equipadas con todos los servicios hasta entonces conocidos: electricidad, algunas con teléfono, agua potable servida por gravedad desde un enorme y muy alto tanque de aluminio; cloacas, pozo séptico, baño con ducha, lavamanos, baldosas de cerámica y Waters clock, cocina a gas plan, techo de asbesto, paredes de modernos bloques y ladrillos, estructura de metal, ventanas de hierro con persianas de aluminio, pisos de cemento repulido, una verdadera revolución en el área de las obras civiles que en mucho distaban de las casas de barro y techos de eneas que conformaban los pequeños caseríos colindantes. Confort, higiene y seguridad para quienes habían podido superar la vida campesina y equipararse, más o menos, a las mansiones exclusivas de los campamentos donde vivían  los jefes, los musius.
                                            
 Llegaron los vehículos a motor también para los que habían podido prosperar, bien de las actividades petroleras, bien por el progreso colateral que se generaba en el comercio y la ganadería. Casi todos los trabajadores petroleros, incluso los obreros más modestos, poseían un vehículo de su propiedad, jeep, camionetas Humbert, GMC o Ford, que habían adquirido con ayuda financiera de las compañías. Los hacendados por su parte preferían las camionetas Powers o Willis de doble transmisión y los comerciantes y empleados públicos usaban vehículos sedan Plymouth, Chrysler, Chevrolet o Ford. Las carreteras en forma de joroba que unían poblados cercanos, eran asfaltadas periódicamente, de modo que las vías hacia los campamentos petroleros, al aeropuerto buscando el Puerto de la Paloma por el camino real de Sardinata, o los caminos que conducían a los taladros y El Carmelo, estaban siempre impecablemente asfaltados. El alumbrado público también había sido instalado en algunas calles principales del pueblo, pero sus débiles luces amarillentas alimentadas desde una ruidosa planta eléctrica de gasoil,  parecían  magnificar la tristeza de las noches.

EL VIAJE A MARACAIBO EN LOS AÑOS DE ESPLENDOR

Durante aquellos años, radiantes de esplendor, el viaje  hacia Maracaibo podía realizarse en avión, en menos de dos horas, llegando al aeropuerto a mitad de mañana para esperar y admirar el descenso de la magnifica nave que aterrizaba a toda velocidad en una  larga pista de concreto, suficiente para que  el DC-3 de turbohélices, realizara un recorrido magistral hasta el final del pavimento, asaltado por  los ladridos de una jauría de perros que le perseguían al tocar tierra, para  luego regresar lentamente y  posarse frente al andén, erguido sobre su tren de aterrizaje. Los aviones volaron en tiempos de las compañías petroleras cuando el tráfico aéreo era más recurrente y la tranquilidad de los monótonos días de Casigua, se veía interrumpida por el estruendo de esos “monstruos” que descendían del cielo, tocando los copos de los árboles de las casas colindantes con el aeropuerto e inundando el ambiente del olor a combustible[1].
.
También podía viajarse a Maracaibo por tierra en vehículos automotores, de ida o de regreso, ocho o diez horas de viaje, por agrestes carreteras de asfalto o de barro,  pasando barriales,  dominando ciénegas, cruzando  la tupida selva a través de angostos caminos de donde  emergían, de repente, pequeños caseríos monocromáticos, con techos de palmas renegridas y blancuzcas paredes de barro agrietadas por el sol y por las lluvias, rodeando una plaza de nutridos jardines y coloridos almendrones, donde el pasajero se apeaba para descansar.

El último viaje, en cambio, de de ida y sin retorno, se realizaba en la forma más económica  y única accesible para las familias que habían luchado hasta la saciedad para no unirse a la emigración. Cuando las últimas familias irremediablemente decidieron marcharse, los aviones comerciales ya no volaban, las rutas terrestres casi habían desaparecido, las compañías petroleras ya no operaban, el ferrocarril había sucumbido ante las pérdidas económicas y el pueblo parecía retroceder hacia el pasado. Sólo algunos se quedaron acompañando al campesino de conuco, mientras las familias que habían degustado los sabores del progreso, optaban por buscarlos en otras partes, abandonando para ello sus escasas propiedades y su herencia generacional. La ruta a Encontrados y la travesía lacustre en piragua, esperaban al forzado emigrante.

ALGUNOS TRAZOS DE LA VIDA COTIDIANA
    A pesar de que ciertas referencias indican que en algunos aspectos se había avanzado al unísono con la civilización mundial, el ambiente y el diario vivir en el caserío de Sardinata[2], no habían cambiado en cincuenta años. Las pequeñas viviendas del vecindario apenas habían sustituido sus tradicionales techos de eneas  por  modernas láminas de zinc. Se levantaban como  a cien varas del camino real, sus espaciosas entradas recubiertas de una fina y característica arenilla blanca, eran sombreadas durante el día por inmensas matas de Guamo, frondosos árboles de Caña Fístula, robustas y altísimas Acacias y fértiles Naranjos. No tenían cercas ni divisiones en los frentes y los linderos de cada  casa estaban separados por improvisados estantillos y troncos unidos por enredaderas que hacían las veces de cercas perimetrales.

Las casas de Sardinata carecían de excusados. Las urgencias fisiológicas se aliviaban en cualquier matorral,  tras las tupidas matas de hicaco, o monte adentro, en los “tatucos” formados por los meteoritos que caían del cielo y eran convertidos en improvisados pozos sépticos; no poseían acometida de electricidad y las aguas servidas se dispensaban a través de canales abiertos en la tierra para irrigar los árboles frutales.

 La reparación de  las casas que habían asomado su esqueleto de caña brava y  la de los “gatos” agrietados por las lluvias, se realizaban con barro blanco arcilloso sacado de los mismos patios. Los patios  traseros eran extensos y poseían trojas para diversos menesteres: donde se instalaba la máquina de moler maíz, donde se colocaban  utensilios domésticos de peltre, aluminio y de madera tales como, platos, ollas, molinillos, cucharones, totumas, porras, “potes” de aluminio con asas, bacinillas y  chatas para el uso exclusivo de los adultos mayores, siempre al lado de una ponchera de porcelana con agua y jabón donde se lavaban los “corotos”. Trojas más grandes para instalar el nido de las gallinas.

Los baños para el aseo personal eran pequeños cucuruchos construidos en el patio trasero cerca de la puerta del fondo; no tenían techo, sus pisos eran tablas adosadas unas con otras, siempre húmedas, sobre las cuales usaban un jabón rojo de olor intenso al cual llamaban Salvavidas. La puerta de acceso  era una  derruida cortina de fique color barro clavada en las columnas de  madera, que se apartaba para entrar y para salir.

  El interior  de las casas lucía siempre una mesa-comedor de madera, donde se realizaba el diario  planchado a carbón. A su alrededor, uno o varios taburetes con espaldar, de encaje, elaborados con madera de roble y gruesa piel curtida, que junto a la sombrerera, eran los únicos muebles de la sala. En casi todas las casas, colgado a una pared de cartón que separaba la sala de un único cuarto, destacaba un almanaque de hojas brillantes con diversas estampas de la gesta de independencia y dos banderitas cruzadas en forma de equis, que se utilizaban en los días cívicos. En los horcones de la sala, pendían varios mecates de cocuiza a poca distancia unos de otros para colgar las hamacas. En las noches encendían en la sala una lámpara de benzina o gasolina blanca que emitía una luz blanca y poderosa, pero en la cocina y en el frente, la luz amarilla y triste de los chompines de kerosén causaba terror.

La Sra. Trina Rodríguez, que ponía inyecciones hipodérmicas, Francisca Bracho, que iba y venía de Casigua a Maracaibo en avión, por tierra y en piraguas, Sacramento Rodríguez, que a sus 80 años, luego de mucho reflexionar, había decidido mudarse a Maracaibo , Roberto “pelo malo”, quien definitivamente decidió quedarse, la Sra. Inés, vecina amistosa y el turco Alí, que poseía una pequeña tienda de venta de víveres, eran algunos de los vecinos de Sardinata en la década de 1950, en cuyas casas se reunían los vecinos para charlar, cuando los crepúsculos de la tarde daban paso al anochecer.

LAS MATRONAS* DEL SIGLO XIX  
 Fue impresionante conocer las matronas de la época, coincidir con sus presencias decimonónicas, con sus más de ochenta años de edad, quienes  habían compartido en vida y narraban a su manera, los episodios históricos de las últimas décadas del siglo XIX. Sus costumbres de raigambre antiquísimas, expresaban solemnidades de damas aristócratas de la época colonial. Reverenciaban al saludar, hacían gala de una intachable educación en el trato social; lucían impecables dentaduras, mandadas a hacer e instaladas directamente en Cúcuta a donde fueron con frecuencia usando la ruta del ferrocarril del Táchira.  
  Sus indumentarias cada domingo para asistir a misa era siempre de luto cerrado desde el cuello hasta los tobillos, medias negras en las piernas, guantes negros en las manos y velo negro adosado en el frontis del sombrero que les cubría el rostro. Moldeadas en la ortodoxia de las costumbres católicas, vestían resignadamente su luto para nunca jamás, porque normalmente cerraban el color negro por muerte de algún progenitor donde se incluían abuelos, tíos abuelos, descendientes y ascendientes. Pasado un año comenzaban a aliviar el rigor de la  negra indumentaria y esperar un año más para vestir  con matices de blanco e iniciar el medio-luto, pero casi siempre, un nuevo familiar moría en el camino del negro al blanco, para encerrarse otra vez en el luto inexorable  e iniciar un nuevo ciclo de despojo mortuorio.

Educaron a sus hijos con absoluto rigor. El respeto y la buena educación en el trato público hacia los mayores, era inculcado a los niños con extrema severidad y las normas y buenas costumbres debían expresarse en presencia de visitas, en la calle, en las casas de otras personas o en conversaciones entre adultos, en las cuales bajo ninguna circunstancia, los niños podían intervenir ni interrumpir. La desobediencia daba lugar a los castigos más severos.
De ordinario tenían, como preciado tesoro, un baúl grande de caoba, protegido con pastillas de alcanfor y hermética cerradura, donde guardaban las cosas invalorables y los recuerdos de la vida.  En las raras ocasiones que lo abrían delante de otras personas, salía de su recinto un halo furtivo de esencias cautivadoras. En un compartimiento inmóvil adosado en un extremo del baúl, en la parte de arriba, podía distinguirse un pequeño cilindro rosado de “píldoras del Dr. Ross”, una caja redonda de metal, celeste, de “magnesia Phillips”; ambos usados como purgantes suaves para procurar periódicas limpiezas estomacales; era perceptible también una “plancha” dental de impecables molduras y exactas tonalidades con incrustaciones y piezas de oro, protegida en un vaso de cristal  al lado de una o varias  peinetas de carey. La llave del baúl la  ocultaban celosamente en un curricán que amarraban en sus cinturas con la ropa interior al que llamaban “rebenque”, cuyo uso en los hombres, era signo de honor, valentía, dignidad e integridad y no se lo quitaban ni para bañarse.

Siendo analfabetas, poseyeron rudimentos de botánica científica con los cuales salvaron unas cuantas vidas. Se especializaron en la preparación de inciensos terapéuticos para aflojar el “pasmo” de la gripe; hervían aromáticos brebajes y  pócimas milagrosas de diversas plantas y las administraban a los enfermos en “tomas” dosificadas, con las cuales, entre otras curas, extirpaban millares de lombrices que salían expulsadas de las hinchadas barrigas infantiles del pueblo, restituyéndoles a los niños el colorido de la vida. Fueron capaces de calmar el ahogo de los sufridos asmáticos, curaron enfermedades renales, trancaron las habituales diarreas, lucharon contra las infecciones gastrointestinales y pusieron a raya al mortífero paludismo. Enfrentaron con éxito las  enfermedades comunes a los sitios insalubres de la Venezuela rural de los años 50, cuyos habitantes consumían agua con “gusarapas” y sedimentos de limo, conservada en pipas oxidadas o en improvisados aljibes. No era muy común entre las familias pobres, el uso de tinajeros.

  Conocían a perfección las propiedades  medicinales y los secretos seculares de cada hierba, de cada planta, de cada arbusto, de cada fruto o flor, de las ciento de especies que conformaban la flora del entorno y de algunas que sólo se daban en la exuberante selva, montaña adentro, y se buscaban y usaban excepcionalmente para arrancarles la muerte a los enfermos desahuciados. Las torceduras y la “carne huída” las trataban con sobas de sebo y sal que le producía el llanto hasta a los más iracundos hombre de “rebenque”; usaban singulares procedimientos terapéuticos en el preciso sitio de la lesión, destinados a llevar la carne huída o el hueso salido a su lugar. Las sanguijuelas, los piojos y las curemias, los exterminaban  con las uñas y la santa paciencia que otorgaba el placer de fumar un tabaco “con la candela para adentro”.


Fueron entusiastas anfitrionas en diversas festividades. Durante las pascuas iban de casa en casa cantando a coro gaitas y villancicos, en un despliegue de regocijo que contagiaba todo el vecindario. En esas tenidas y en otras celebraciones, declamaban con ardor las décimas de Julio Flores y demostraban una asombrosa retentiva cuando recitaban “La gran miseria humana”.  De hecho sabían de memoria una extraordinaria cantidad de gaitas valses, contradanzas, décimas y bambucos que se esfumaron irremediablemente en la misma tierra que dio cobijo a sus cadáveres.

Las matronas fueron expertas cocineras, cocían y remendaban magistralmente y llevaron ellas solas la carga de su siempre numerosa prole de hijos “naturales”, los cuales no podían acceder al apellido de su padre por no ser hijos “legítimos” y procedían, al contrario, de uniones “ilegitimas” o concubinatos, según la inquisición de paternidad ilegítima del prejuicioso Código Civil de 1926. A su vez, sus maridos, alguno de los cuales a lo sumo aportaban los genes, eran hijos naturales. En las muy concurridas reuniones familiares donde uno a uno iban apareciendo e integrándose los miembros que se  habían separado del núcleo principal, ostentaban a la vez estatutos de madres, abuelas, bisabuelas y tatarabuelas.

 Aprendieron a usar la jeringa de inyección hipodérmica y así fue como al llegar la penicilina al mercado farmacéutico, inocularon ciento de dosis a sus improvisados pacientes. Esta admirable actividad la realizaban con impecable precisión. Se persuadían si la persona era o no alérgica al medicamento y conservaban en sus mentes un archivo de todos los habitantes del pueblo que habían requerido ser inyectados, la frecuencia con que lo hicieron y de aquellos que no podían recibirlo. Guardaban celosamente en el baúl la cajita negra rectangular con tapa de metal donde tenían las jeringas de cristal y las agujas de acero, las cuales se esterilizaban con agua hirviente antes y después de ser usadas.

 No se supo de complicaciones por mala práctica de esta opción de la medicina moderna y es seguro que en Casigua  los índices de mortalidad infantil disminuyeron en esos años, muy a pesar del terror y los traumas que causaba a los niños el imponderable hecho de “ponerles una ampolleta”. Estos servicios medicinales eran espontáneos, caritativos, humanos, solidarios y a cualquier hora. Sólo los pudientes agradecidos hacían cualquier colaboración no mayor a un bolívar, si se trataba de una inyección con jeringa. Lo que la naturaleza regalaba no tenía precio y no se cobraba en metálico, tan sólo el inefable y bien intencionado “…que Dios se lo pague” tan repetido, que hizo de las  matronas santas admiradas y respetadas en todo el pueblo.

NOCHES DE TERTULIAS

En los  días memorables de la década de 1950, cuando el sol se ocultaba en Casigua, algunos vecinos de Sardinata se reunían en el corredor de un pequeño “gato” que a esas horas tenía sus compuertas cerradas. Cada quien llevaba consigo su taurete[3]. El grupo de conversadores iba aumentando mientras la Sra. Trina encendía una lámpara de benzina en la pequeña sala de su vivienda, para que alguna de sus hijas continuara el impecable planchado a carbón, que por encargo, había comenzado en horas de la tarde. Luego de colgar un chompín de luz quebradiza en el frente de la casa, distante a unos 30 metros del “gato”, se arrimaba a la tertulia con su taurete en la mano para dar comienzo a la cita de todas las noches. Normalmente se conectaba a la conversación en curso y de allí en adelante nadie más hablaba, sólo su voz parsimoniosa reconstruían hechos acaecidos o sucesos que al momento ocurrían en el pueblo tormentoso. 

 La Sra. Trina fue una conversadora excepcional. Atraía la atención de sus contertulios y disipaba el tiempo con extraordinaria rapidez, aunque nunca estaban más allá de las 10 de la noche. Las tertulias de Casigua el Cubo durante las noches fueron las más historicistas, las más enrevesadas entre mito y realidad y las más difíciles de decodificar desde las perspectivas de la temprana edad. Los jóvenes sentían una afición inmensa por saber los temas de conversación, puesto que las tertulias nocturnas les estaban totalmente prohibidas a los niños, adolescentes y adultos jóvenes.

 Las tertulias recreaban impecablemente el paisaje histórico de los pueblos, sus costumbres, sus andanzas, formas de ganarse el sustento, de levantar la familia, de convivir y padecer de una sociedad invisible. Algunas se remitían a los días postreros de la Guerra Federal y casi todas tenían impresas el sello decimonónico. No había mucha diferencia, desde ese punto de vista, entre los últimos 50 años del siglo XIX y los primeros 50 del siglo XX. La historia se dividía en antes y después. Antes y después de la guerra, antes y después de la esclavitud, antes y después del ferrocarril, antes y después de las compañías petroleras.

Los temas abordados se referían indistintamente a grandes acontecimientos sin historicidad específica. Se hablaba, entre otras cosas, sobre montañas y ríos, asesinatos de motilones, misteriosos curas capuchinos, asechanzas de tigres, trazado de rutas para los rieles del ferrocarril, aparición de cometas en el firmamento, súbitas noches a pleno día, muertes trágicas en su dramático discurrir, tramas y traumas de amor, naufragio de piraguas, crecida de ríos y pérdida de cosechas, entierros de morocotas, incursión de los  indios motilones en el pueblo, vuelos de brujas desnudas durante las noches, inviernos interminables, lluvia de estrellas fugases, “acabo de mundo”, duelos de honor, nubes de insectos voladores, parrandas navideñas, auge y ocaso del ferrocarril del Táchira y todo lo que implicara la vida pasada y sentida al momento.

No obstante la simplicidad de sus temas, las tertulias describían escenas profundas de los pueblos-testigos así como las vicisitudes de sus actores sociales en los hechos cotidianos. Encierran verdades y leyendas, mitos y supersticiones y sobre todo, abordan las horas que se transfiguraron en evocación. Fueron prácticas de casi todos los días alrededor de algún hablante, pues a las familias y a las comunidades en general no les faltaba una persona medianamente vivida  o muy entrada en edad, que asumiera la retórica del momento. El ocio familiar, el tiempo de las primeras horas de la noche, discurría en torno a un narrador o narradora, que se sumergía en las reminiscencias de su vida generacional y las exteriorizaba con singular magnetismo, configurando el perfil de un tiempo definido. Estuvieron presentes en las familias venezolanas hasta bien entrada la década de 1960 cuando la televisión y la cultura de masas aun no habían expandido su influencia sobre la sociedad venezolana. Cada persona llevaba consigo su morral memorístico portando un siglo de historias, de cuentos y leyendas, anécdotas y narraciones, aventuras y hechos heroicos verosímiles e inverosímiles, que causaban el asombro y la admiración de todos.

EL ÚLTIMO VIAJE: LA RUTA A ENCONTRADOS

Muy de madrugada, niños y matronas, hombres y mujeres emprendían el  viaje definitivo de Casigua el Cubo a Maracaibo. La noche anterior al viaje, accedían a los servicios de una camioneta rústica que luego de abordar los pasajeros en medio de un multitudinario canto de gallos,  salía rauda del pueblo, transitaba vías polvorientas, dominaba tramos húmedos y resbaladizos, hasta alcanzar en la lejanía un atracadero fluvial como primer destino.

De seguida, era ineludible atravesar un río ancho, de aguas lentas y fangosas, brincando a un bongo cuyo patrón y único tripulante, movía la embarcación a fuerza de canalete desde la orilla hasta un punto más profundo, para encender el motor, abrirse paso entre las lerdas corrientes y atracar al otro extremo del río, en un cruce corto, lento y tedioso, mientras el horizonte desvelaba los matices del nuevo amanecer. Saltar a tierra, trabarse el equipaje y emprender el último viaje sin retorno, era el comienzo de un largo periplo de embarques y  desembarcos. El último viaje se realizaba arrastrando el pesado fardo de la pobreza, con las alforjas vacías, la resignación a cuestas y el temple decidido y  sin lugar a miramientos.

 Al cabo de  prolongadas caminatas por senderos irregulares e intricados, irrumpían en el camino los rieles de un viejo tranvía, casi ocultos por la maleza, en cuyos bordes, después de esperar un largo rato y luego de convenir acuerdos con el circunstancial transportista, la única opción posible era abordar una carreta de madera  apoyada sobre dos  oxidadas ruedas de hierro, sin techo, sin asientos, tirada por una mula, sentados y apilados sobre las maletas o en la plataforma de la carreta, para seguir avanzando al ritmo lento del animal, a pleno sol durante horas, hasta llegar a una ranchería sombría y casi abandonada, cuyas casas expelían humo y aromas de leña abrasada, como únicas referencias de que aún conservaban algún halo de vitalidad.

 Pasado el mediodía comenzaba una nueva y prolongada caminata, entre picas sinuosas que separaban la hierba, matorrales que abrazaban los extremos de una trilla dibujada por las llantas de un tractor, toros embravecidos que amenazaban con embestir, hasta que aparecía el pueblo de  Encontrados, último aposento del vetusto Gran Ferrocarril del Táchira, donde el ajetreo de una vida centrada en el comercio lacustre, se dejaba sentir con la algarabía de sus pobladores en los alrededores del puerto.

Allí fondeaban las piraguas que iban y venían  a Maracaibo; allí seguían realizándose las febriles actividades que por siglos, embarcaron en los intrépidos navíos los frutos espontáneos y las cosechas que en el suelo zuliero se daban con extraordinaria abundancia: subían sacos de fique repletos de piñas, chirimoyas, naranjas, limonzones, guayabas guanábanas, hicacos; embarcaron por decenas racimos de plátanos, topochos y guineos; guacales embaulados hasta el tope de mercaderías y encomiendas: tabaco en rama, cacao, café, queso de año, caña de azúcar, melcocha, miche, chimó, guamas, caña fístula, ron de culebra, plantas medicinales, pieles, huevos de caimán, bocadillos colombianos y  finalmente, gaveras con botellas vacías de bebidas gaseosas, como última  remembranza del circuito agroexportador binacional que siempre tuvo y anhelo tener, una sola identidad histórica.

       La piragua zarpaba del puerto entre el bullicio y gestos de despedida de familiares y amigos que venían al muelle a ofrendar un adiós a los viajeros. El movimiento de la embarcación legaba, por fin, un cierto sosiego. La piragua surcaba la tarde hasta el poniente, dejándose llevar por el influjo de las aguas rápidas, turbias y amarillentas del río Catatumbo, navegando por horas rumbo a la media noche, cuando alcanzaba el difícil trance de la desembocadura del río en el lago, para continuar franqueando estrellas y aguas sin límites, iluminada durante todo el recorrido por la luz intermitente del relámpago epónimo inmortal, hasta  la  madrugada, cuando se oía el bullicio y las voces lejanas de una multitud de personas apostada a orillas del malecón de Maracaibo, que esperaba con euforia, las mercancías y encomiendas traídas en una nueva y magnifica travesía.

Esas  más de veinticuatro horas de viaje, cincuenta leguas a través de trochas, barriales, ríos, carriles de tranvía, selvas, y la ruta comercial de Sur a Norte,  la más larga, densa y profunda del lago Coquivacoa, la realizaron durante la época de emigración forzosa de la década de 1950, todos los que más tarde o más temprano, tomaron la determinación de emprender el último viaje sin retorno y Casigua quedó sumida en el recuerdo.

 El pueblo recuperó su antigua identidad  de aldea de paso con muy pocos estigmas de haber vivido la quimera del progreso. Casigua retornó  al tiempo en el cual sus moradores coexistían forjando sus vidas en audaces actividades de subsistencia. Los cambios del devenir, como la inauguración de la Carretera Panamericana, trajeron conflictos entre lo vetusto y lo moderno. En el año 1954 apagó definitivamente sus calderas el Gran Ferrocarril del Táchira,  nacido a finales del siglo XIX en el auge progresista de la Venezuela agroexportadora; en los años 60, desaparecieron definitivamente las rutas fluviales de navegación comercial, en  el tránsito tortuoso de la “barbarie” a la “civilización”. Y pocos años después, en forma ineludible, naufragaron las piraguas legendarias, en las tempestades de un  novísimo tiempo en el cual, no podían navegar. 













[1] Los niños de Sardinata lo apedreaban con sus hondas cuando pasaba con su vuelo rasante sobre las casas del pueblo.

[2] Caserío ubicado en las laderas de la calle principal camino al Puerto de la Paloma y al aeropuerto. Los patios de las casas de una de sus calles colindaban con la inmensa selva.


* Referido básicamente a madres viejas virtuosas y trabajadoras, no necesariamente a parteras y comadronas
[3] Ídem.  a taburete con espaldar